Estoy sentada en el suelo de mi habitación, acompañada solo
de mis cuatro paredes, con las rodillas dobladas y mis brazos rodeándolas. Miro
al suelo, al techo, a las paredes, y siento que nada es protector, familiar… La
habitación está prácticamente oscura, solo un pequeño hilo de luz se cuela
entre las persianas. Hay unos 25ºC en la calle y yo no paro de tiritar, pero
aún así no me tapo, agradezco que el frío me haga daño. No paro de pensar en
él, en todo lo que le quiero. En los momentos que hemos pasado, en cada beso,
cada caricia, cada abrazo… Me siento realmente estúpida. Egoísta, imbécil y un
montón de improperios más que aun así se quedarían cortos. Lo tenía
absolutamente todo, no me faltaba nada. Tenía a la persona que quería, tenía la
felicidad más plena, tenía días y noches de palabras bonitas, tenía verdades… Y
lo he maltratado todo. Lo he roto, ensuciado y retorcido hasta reducirlo a
cenizas. Pero aún no es polvo, aún no ha volado. Quizás llegaría a hacerlo con
el tiempo, pero no pienso permitirlo. Yo ya no tengo mis alas, las he perdido
por no pensar en las consecuencias de mis actos, pero aún tengo otras y sé muy
bien qué hacer con ellas. Te las regalo a ti, mi amor. A ti que las mereces más
que nadie. A ti, a quien quiero, a quien deseo la más plena de las sonrisas.
De poco sirven las palabras y las promesas, no cuando no
mereces confianza. No se puede cambiar el pasado, pero si se puede compensar el
futuro. Si se puede estar seguro de querer con todo tu corazón y de hacer
cualquier cosa por volver a sentir aquella felicidad. Mientras tanto, mientras
tu corazón sangra y el mío se estremece, solo espero al tiempo. Al tiempo, al
perdón y al amor, al de verdad. Pero necesito pedir una cosa, una última cosa
antes de taparme para evitar que este extraño frío me consuma por dentro.
Necesito pedirte que te quedes a mi lado.
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