miércoles, 17 de octubre de 2012

Capítulo 8


Hay muchos tipos diferentes de amor. Hay amores fugaces, o de verano como suelen llamarse. Amores que decrecen a medida que aumenta la distancia respecto a la playa. Hay amores platónicos, amor que todos hemos sentido alguna vez, ese amor por una persona a la que consideramos inalcanzable, imposible de tener. Hay amores de amistad, amor prácticamente fraternal hacia esa persona que te apoya y escucha en todo, pero que en muchas ocasiones termina convirtiéndose en otro tipo de amor. Y, por ello, también hay amor de confusión o transformación, de confundir sentimientos o de que éstos evolucionen y se conviertan en algo más. Y hay también otro tipo de amor, uno que podríamos llamar amor que mata, tal y como decía aquella canción. Un amor suicida, un amor que no te deja ver más allá de esa persona, un amor que te acaba destruyendo por dentro.
En mayor o menor grado todos hemos llegado a experimentar estos tipos de amor, o al menos varios de ellos. Forman parte de nuestra vida, de nuestro desarrollo como personas, y nos ponen a prueba para lo que acostumbra a llamarse amor verdadero. Este amor, por muchos considerado leyenda y por otros fervientemente buscado, es considerado el clímax de lo sentimental. Una vez encontrado ese amor seremos felices para siempre, sin problemas, sin preocupaciones. Este es, al menos, el concepto que inconscientemente tenemos todos de ese amor verdadero. Un amor puro, sincero, sin ningún tipo de obstáculos. Pero, ¿y las características de este amor? Pocos las conocen a ciencia cierta, incluso algunos son poseedores de tal amor sin siquiera darse cuenta.
El amor verdadero posee todo lo bueno del resto de amores. Posee la intensidad con la que se vive un amor de verano, la enorme necesidad de posesión hacia el amor platónico, la sinceridad, confianza y compenetración de los amores de amistad, la capacidad de evolución de los sentimientos del amor confuso y la pasión con la que se vive el amor que mata. Es realmente difícil encontrar un amor así, con todas estas características. No queda otra que ir probando corazones y dejarse llevar por ellos. Una lenta y agónica espera en ocasiones, y un rápido y cómodo encuentro en otras. Pero ambos caminos llegan al mismo resultado, y puedo asegurar que cuando llega es simplemente excepcional…
Es entonces cuando conoces a esa persona. Que te completa, que te entiende, que te escucha, que te aconseja, que sabe como acariciarte, que te sonríe para contagiarte su sonrisa, que te anima, que te perdona, que te llora, que te echa de menos, que te dice palabras bonitas, que siente esas palabras de verdad, que se acuerda de ti a cada momento, que te conoce como nadie, que te ama… Y que es totalmente irremplazable. Que llena cada pequeño espacio de tu corazón, que prácticamente rebosa. Que llena cada centímetro de tu cuerpo de su recuerdo, cada espacio de tus fosas nasales de su olor, cada milímetro de tus ojos de su sonrisa…
Y sabes que no le dejarás escapar. Sabes que nadie te hará tan feliz, que nadie te regalará palabras bonitas cada día 18 del mes. Que nadie te cuidará de esa forma, que nadie te querrá así… Y que nadie más te escribirá un te amo al final de cada capítulo del mes.


lunes, 8 de octubre de 2012

Sinestesia


Una vez me preguntaron por lo que venía a mi cabeza al pensar en la palabra ‘amor’. Pensé en cientos de sensaciones relacionadas con el sentido de la vista. Pensé en unos ojos en los que verme reflejada, en una gran y protectora espalda, en unos labios carnosos que desease besar... Pensé también en el sentido del tacto. Unas manos suaves y hábiles, unas manos que supiesen provocar en mi cientos de sensaciones. Pensé en vello erizándose, en caricias con la yema de los dedos, en lenguas que investigan cuerpos. Pensé en sabores. En menta, gel, sudor producto de la excitación, saliva dulce, saliva más amarga… Pensé en sonidos. En gemidos, en ese tono suave que acompaña a una voz que susurra un ‘te quiero’. En risas, en sollozos producto de lágrimas (que más tarde volvería a convertir con todo mi empeño en risas). Y pensé en olores. Los más especiales para mí, los que más dicen de cada situación. Pensé en muchos, en cientos de olores quizás. En olor a champú, canela, fruta de la pasión, sexo, nata, fresa, vainilla… Inundaban mis fosas nasales, mi pensamiento.
Creía que tenía todos los ingredientes claros. Conocía sensaciones aisladas, sentidos por separado, imaginación en estado puro al fin y al cabo… Pero no sabía nada en realidad, desconocía la práctica tras la teoría. Y un día, un inesperado día, la luz me cegó. Y no solo afectó a mi sentido de la vista, nubló por completo todos mis sentidos. Dejaron de trabajar tan individualmente y pasaron a ser uno, y a la vez varios. Comenzaron a interconectarse. Perdí el rumbo, la razón, la conexión, el orden. Comencé a oler caricias, a oír sonrisas casi antes de que apareciesen, a ver palabras de amor y a tocar el mayor sentimiento de todos.
Todas esas sensaciones unidas formaban una maravillosa macedonia. Equilibrada, fascinante, una que era capaz de nublar mi mente, una que conseguía que olvidase al mundo entero. Era adictiva. Blanca, de coco, de canto de pájaros, de amanecer, de puesta de sol. Todas esas sensaciones ofrecían un destino. Un limbo, un lugar celestial. Un lugar que, aunque solo se nos permite rozar con la yema de los dedos, invita a luchar por residir en él. Me da miedo decir su nombre, dicen que si dices lo que deseas ya no se cumple, y aunque haya estado varias veces en ese lugar jamás dejaré de desear volver. No sé expresar con palabras el camino que lleva a ese cielo, solo puedo decir cómo llegue yo, solo puedo hablar de mi experiencia personal.
La última vez que yo llegué a ese cielo estaba en sus brazos.