lunes, 8 de octubre de 2012

Sinestesia


Una vez me preguntaron por lo que venía a mi cabeza al pensar en la palabra ‘amor’. Pensé en cientos de sensaciones relacionadas con el sentido de la vista. Pensé en unos ojos en los que verme reflejada, en una gran y protectora espalda, en unos labios carnosos que desease besar... Pensé también en el sentido del tacto. Unas manos suaves y hábiles, unas manos que supiesen provocar en mi cientos de sensaciones. Pensé en vello erizándose, en caricias con la yema de los dedos, en lenguas que investigan cuerpos. Pensé en sabores. En menta, gel, sudor producto de la excitación, saliva dulce, saliva más amarga… Pensé en sonidos. En gemidos, en ese tono suave que acompaña a una voz que susurra un ‘te quiero’. En risas, en sollozos producto de lágrimas (que más tarde volvería a convertir con todo mi empeño en risas). Y pensé en olores. Los más especiales para mí, los que más dicen de cada situación. Pensé en muchos, en cientos de olores quizás. En olor a champú, canela, fruta de la pasión, sexo, nata, fresa, vainilla… Inundaban mis fosas nasales, mi pensamiento.
Creía que tenía todos los ingredientes claros. Conocía sensaciones aisladas, sentidos por separado, imaginación en estado puro al fin y al cabo… Pero no sabía nada en realidad, desconocía la práctica tras la teoría. Y un día, un inesperado día, la luz me cegó. Y no solo afectó a mi sentido de la vista, nubló por completo todos mis sentidos. Dejaron de trabajar tan individualmente y pasaron a ser uno, y a la vez varios. Comenzaron a interconectarse. Perdí el rumbo, la razón, la conexión, el orden. Comencé a oler caricias, a oír sonrisas casi antes de que apareciesen, a ver palabras de amor y a tocar el mayor sentimiento de todos.
Todas esas sensaciones unidas formaban una maravillosa macedonia. Equilibrada, fascinante, una que era capaz de nublar mi mente, una que conseguía que olvidase al mundo entero. Era adictiva. Blanca, de coco, de canto de pájaros, de amanecer, de puesta de sol. Todas esas sensaciones ofrecían un destino. Un limbo, un lugar celestial. Un lugar que, aunque solo se nos permite rozar con la yema de los dedos, invita a luchar por residir en él. Me da miedo decir su nombre, dicen que si dices lo que deseas ya no se cumple, y aunque haya estado varias veces en ese lugar jamás dejaré de desear volver. No sé expresar con palabras el camino que lleva a ese cielo, solo puedo decir cómo llegue yo, solo puedo hablar de mi experiencia personal.
La última vez que yo llegué a ese cielo estaba en sus brazos.


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