Hacía varios días que no podía
dormir. Varios días en los que el sueño me abandonaba cada noche y me dejaba a
merced de mis pensamientos, de mis preocupaciones. Varios días en los que mis
pesadillas, cuando tenía la suerte de dormir unas horas, se repetían una y otra
vez. Unas pesadillas que siempre se repetían, con el mismo contenido y final,
con la misma sensación que me hacía despertarme de madrugada con las lágrimas inundando
mis ojos.
Fueron unos días duros. Unos días
en los que cualquier pequeño detalle, por insignificante que fuese, me afectaba
enormemente. Fueron unos días de sobrevivir, no de vivir. Unos días de caminar
por el sendero del día a día con más coraje que esperanza, con más valentía que
energía, con más tristeza que alegría… Y un día decidí que debía sobreponerme a
todo aquello. Entendí que mis sueños estaban ahí por algo, que no se alejarían
de mis noches sin que yo luchase. Y así lo hice.
Aquella noche fue una noche
curiosa, una noche en la que sin preverlo todo cambió. Fue una noche lluviosa,
en la que sin embargo una gran luna llena asomaba entre las oscuras nubes. En
mi opinión, aquel cielo era una premonición de lo que iba a ocurrir a continuación:
una revelación. Aquella noche, como todas las noches, una pesadilla me hizo
despertar bañada en sudor y lágrimas. No recordaba mi sueño, pero sabía de qué trataba...
era la misma sensación de siempre. Me acurruqué en la cama para tranquilizarme
y esperar al sueño, un sueño que no llegó a capturarme. Tras una nube de
pensamientos fugaces y una plegaria no escuchada por Morfeo decidí hacer algo,
dando por hecho que no dormiría en toda la noche… y decidí escribir.
Como siempre, antes de escribir,
pensé en algo reciente digno de ser relatado, y me sorprendí a mi misma
llegando a la conclusión de que “no había nada sobre lo que escribir”.
Rápidamente me corregí, ese pensamiento era imperdonable. Siempre tendría algo
sobre lo que escribir mientras existiese lo que siempre me ha inspirado... e
inspirará.
Abrí el cajón inferior de mi
mesita de noche y saqué una pequeña carta, una que a pesar del tiempo continúa
doblada de la misma forma, una forma muy especial. La desdoble y lentamente
comencé a leerla. Mientras mis labios iban gesticulando las palabras, mis
lágrimas iniciaban su viaje hacia ellos, hacía mi barbilla, hacia mi cuello…
¿Cómo podía haber olvidado esto? Me había concentrado demasiado en la oscuridad
de mis noches, en la lluvia, en las nubes oscuras que se empeñan en tapar
nuestra luna… y te había olvidado a ti. A ti, que siempre me hiciste sonreír. A
ti, que estabas en mis noches oscuras y en mis días llenos de luz. A ti, que te
echaba tanto de menos. A ti y a tus caricias, tus besos, tus abrazos…
Me levanté precipitadamente, no
quería pensar lo que estaba a punto de hacer. Cogí mi móvil, y al hacerlo
encontré una sorpresa aún mayor:
-Echo de menos tu sonrisa.-
Se acabó, lo sabía. Se había
acabado todo. Sabía que al enviar lo que estaba escribiendo dormiría, que no
volvería a tener ningún problema para hacerlo. Que no volvería a despertar de
madrugada entre pesadillas y lágrimas. Lo sabía, porque en su lugar él estaría protegiéndome
de ellos.
-Te echo de menos en mis sueños…
pero no será así nunca más.-
Sister como siempre, eres alucinante escribiendo. Serás una médica de éxito y una gran escritora ¡Ya verás!
ResponderEliminarTe quiero.