jueves, 20 de junio de 2013

Res cogitans/res extensa

Pongamos que existe el alma. Pongamos que, en algún lugar de nuestro cuerpo, existe una sustancia que no somos capaces de ver, ni de percibir, ni de intuir… pero que sin embargo está ahí y juega un papel muy importante dentro de nosotros. Pongamos que dentro de esa sustancia se almacenan todos nuestros recuerdos, nuestras experiencias, nuestras aventuras, nuestros errores y nuestras heridas. Pongamos que el alma, esa sustancia extraña, es nuestro auténtico ser.


Hace varios años tuve un amigo, un amigo muy especial. Lo adoraba. Siempre tenía las palabras adecuadas para cada momento. Era una de esas personas sumamente inteligentes, que sin embargo no lograba encajar con acierto en esta vida. En realidad, supongo que le pasaba como nos pasa a todos. No encontraba su lugar, su espacio secreto, su rincón en el que sentirse cómodo en este mundo que no hace más que dar vueltas.
El diagnóstico de su enfermedad fue pocos meses antes de la tragedia. Tragedia para mí, por otro lado, pues él jamás tuvo ningún miedo a la muerte. Cuando me enteré de esta, mi mundo dio una de esas vueltas que marea, una de esas que mi querido amigo no soportaba. Mi centro se había evaporado. Mi maestro, el dueño de los consejos que me habían guiado a lo largo de mis 28 años había desaparecido… y yo me había quedado sola, desamparada, únicamente acompañada por sus enseñanzas.
Recuerdo perfectamente como hablábamos sobre la vida, pero especialmente sobre nosotros. Recuerdo como escuchaba fascinado las historias acerca de mi familia, una familia acomodada que podía permitirse lujos y que viajaba todos los años a lugares lejanos y exóticos. Recuerdo como me hacía preguntas extravagantes, propias de él, sobre los lugares a los que íbamos: el olor, el color del cielo en aquella época, la amabilidad de los nativos… Y también recuerdo cómo lo escuchaba yo a él con mayor fascinación, si cabe.
Su familia siempre tuvo problemas económicos y llegaron a sufrir, cuando él era pequeño, periodos de verdadero hambre. Sin embargo, él apenas me hablaba de esto, sino que siempre me contaba que ellos mismos se había inventado un juego con los azulejos del pasillo, que se reunían en familia cada domingo y que todos se apoyaban mutuamente y conocían sus secretos. La historia que más recuerdo fue la que menos se detuvo en relatar: cada noche, su madre le leía un cuento y le daba un beso de buenas noches.
Yo le envidiaba, mucho más de lo que envidié nunca a nadie. Es cierto que él había pasado mucha hambre o que quizás no tuvo regalos cada navidad, pero tuvo algo que yo jamás tuve: amor. Es por eso que siempre le consideraré alguien muy importante, porque me enseñó la lección de mi vida: el amor es lo más importante de todo.
Ya han pasado muchos años desde que mi querido compañero de viaje y amigo murió, murió y me dejó sola, sólo acompañada por sus historias, sus enseñanzas, su sonrisa… y de este precioso niño que sostengo ahora mismo entre mis brazos. Ese niño que se parece cada día más a su padre,  que será tan perspicaz como él, que tiene ya unos ojos tan bonitos como los suyos… Cada noche, en vez de leerle una historia de hadas, le cuento la lección tan valiosa que aprendí de su padre:

Aun recuerdo aquella noche, sentados en las escaleras de mi porche, cuando tu padre me dijo aquellas palabras que marcaron mi vida para siempre: “El alma es el amor, querida. Es el motor del universo, pero es también el motor de nuestro cuerpo. Es lo que somos, por lo que existimos… y es por eso por lo que no somos nada sin él”. Por ello, mi vida,  tú tendrás el alma más inmensa de todas. Un alma que rebosa amor, el amor de una madre que te quiere con todo su corazón… y de un padre que fue el hombre más maravilloso de todos, y que me permitió convertir mi propia alma en algo nuevo, en algo de los dos. En un precioso niño de ojos verdes. 


miércoles, 5 de junio de 2013

Catarsis

Siempre he creído que uno no debe forzarse a escribir, que la inspiración llega de manera espontánea, sin previo aviso. En mi opinión, la inspiración es como la primavera: tarda un año entero en llegar, pero cuando lo hace lo llena todo de una luz espectacular y mágica, una luz que invita a los pétalos a cambiar de color  y a las personas a ser felices. A pesar de esto, hoy necesito obligarme a escribir y a buscar la inspiración, a sacarla de su recóndito escondite. Por qué, os preguntaréis, o quizás no. 
Siempre he utilizado la escritura como una catarsis, como una limpieza de mi cuerpo y mi alma (si creyese en ella) pero, sobre todo, de mi mente. Soy una persona con una mente difícil, una persona bastante difícil de entender. A veces tengo la extraña sensación de que mi cabeza no funciona como el resto, de que, a diferencia de los demás, los pasillos de mi cerebro son largos, angostos y retorcidos, y que se mezclan unos con otros provocando que ni yo misma me entienda en muchas ocasiones. Sin embargo, no es este el tema que me ocupa ahora mismo, y es seguramente un asunto que todos os habéis planteado en alguna ocasión.
En algún lugar de esos pasillos retorcidos y ese entramado de caminos que no llega a ninguna parte, hay una sala donde tengo mis ideas ordenadas y etiquetadas. Esa sala está cerrada con llave, custodiada por el laberinto que es mi cerebro, y sólo acudo a ella en ocasiones realmente importantes. Sin embargo, recientemente una idea se ha fugado de esa cárcel de alta seguridad, y ahora mismo está descontrolada. Se trata de una idea tan peligrosa como básica. Una idea que bajo control es absolutamente inofensiva, pero que en libertad puede ser mortal.
La soledad es, en mi opinión, la sensación más desesperada de todas. Es ese agujero en el estómago que lo perfora y lo atraviesa sin detenerse hasta cumplir su objetivo. Es rutina, repetir lo mismo día a día sin nadie en quien apoyarte cuando te tropiezas. Posiblemente, lo peor de la soledad no sea siquiera la propia sensación, sino los efectos que acarrea: Apatía, tristeza, cambios de humor... Y, aún peor, sentirse "solo" pero no estarlo realmente.
Son sensaciones que todos hemos experimentado en algún momento, pasajeras, estacionarias, al igual que la inspiración y la primavera. Al principio de este texto expliqué que me había obligado a buscar la inspiración, pero finalmente creo que no la he encontrado. Una vez más, se ha burlado de mí haciéndome creer que esta noche se dejaría ver... y aquí estoy, divagando en busca de un final adecuado para estas líneas.
No puedo decir que el camino haya sido fácil, ni que por fin haya terminado, ni que "al menos sólo queda lo más fácil", algo que no me canso de oír últimamente. Lo único que puedo asegurar es que queda poco. Que el reloj va más deprisa que nunca y la hora se acerca apresuradamente. Puedo decir que todo está a punto de acabar y de empezar, de terminar y comenzar, de salir bien o salir mal... y que  espero que mi inspiración se esté reservando también en esa habitación de mi mente, esperando el momento adecuado para salir y darme lo que tanto necesito: la libertad.