Hacía mucho que no salía a correr, pero aquel día realmente
necesitaba hacerlo. Necesitaba despejar su mente, sentir como el viento se
ponía en su contra sin lograr vencerla… Corrió sin descanso, sin detenerse ni
un instante: tenía miedo de parar y encontrarse con sus pensamientos.
Pronto anocheció del todo, y el despejado cielo nocturno se
cernió sobre ella permitiéndole contemplar las estrellas. Por fin decidió descansar, tumbarse en la hierba y mirarlas con detenimiento. No pretendía
identificar ninguna (la astronomía nunca fue lo suyo), sino que simplemente se
limitó a observar… como si estuviese esperando algo. Esperó con la cabeza
perdida entre las nubes y las constelaciones, esperó incluso contando todos los
puntos que el cielo le ofrecía… y, de pronto, entendió el por qué de su
interés. Entendió que aquel cielo estrellado le recordaba a sus lunares, y en
ese momento se perdió entre sus recuerdos. Se vio besando cada uno de aquellos lunares color
caramelo, se vio caminando con sus dedos índice y corazón de unos a otros como
si se tratase de un juego en el que sólo en sus lunares estaba a salvo. Y, en
cierta a forma, así era. Sólo en ellos estaba segura, al igual que sólo en sus
brazos se sentía de esa forma. Sin embargo, no sólo vino a ella este
pensamiento. Vinieron otros más recientes, otros que le atravesaron el pecho y
le golpearon el corazón. Otros que le obligaron a volver a la hierba, al frío
de la noche, a la soledad más cruel y real que nunca.
Emprendió así el camino de vuelta a casa con la esperanza de
encontrar en ella el cobijo que sentía entre tus brazos, pero rápidamente
abandonó este deseo: sabía que era imposible. Continuó inmersa en sus pensamientos cuando de pronto
el destino apareció con una mueca en la puerta de su casa. Allí estaba él, triste
como jamás lo había visto. Levantó la mirada al verla a lo lejos y empezó a
correr hacia ella. La abrazó muy fuerte y, deslizando la mano por su pelo, le
susurró al oído: “lo siento tanto…”. Pero eso ella ya lo había oído antes.
Volvieron entonces a su cabeza los problemas de siempre. La
montaña rusa que era aquella relación, las peleas, los golpes ocasionales que
eran cada vez más habituales, las disculpas aún más comunes, las promesas sin
cumplir, las palabras que continuamente volaban según eran pronunciadas… “Perdóname
mi vida-vuelve a susurrarle-jamás volveré a hacerte daño, eres lo más
importante de mi vida […]de verdad que esto me ha dolido más a mí que a ti”. Él
roza suavemente su amoratada mejilla y le besa en los labios. Y, por alguna
estúpida razón, ella vuelve a creerle. Le ve arrepentido, cree que de verdad
siente lo que dice. “Te perdono, pero por favor, no quiero que vuelva a pasar”
le susurra ella entre sollozos. Él asiente y la abraza, y ella está segura en
ese momento de que todo irá bien.
Pero de pronto, él le agarra por el brazo con brusquedad y le
susurra en tono amenazante “espero que no se vuelva a repetir lo de salir de
casa sin avisarme antes…” Y, al instante, sabe que nada ha cambiado.