martes, 30 de julio de 2013

Golpes sin remedio y lágrimas con consuelo


Hacía mucho que no salía a correr, pero aquel día realmente necesitaba hacerlo. Necesitaba despejar su mente, sentir como el viento se ponía en su contra sin lograr vencerla… Corrió sin descanso, sin detenerse ni un instante: tenía miedo de parar y encontrarse con sus pensamientos.
Pronto anocheció del todo, y el despejado cielo nocturno se cernió sobre ella permitiéndole contemplar las estrellas. Por fin decidió descansar, tumbarse en la hierba y mirarlas con detenimiento. No pretendía identificar ninguna (la astronomía nunca fue lo suyo), sino que simplemente se limitó a observar… como si estuviese esperando algo. Esperó con la cabeza perdida entre las nubes y las constelaciones, esperó incluso contando todos los puntos que el cielo le ofrecía… y, de pronto, entendió el por qué de su interés. Entendió que aquel cielo estrellado le recordaba a sus lunares, y en ese momento se perdió entre sus recuerdos. Se vio  besando cada uno de aquellos lunares color caramelo, se vio caminando con sus dedos índice y corazón de unos a otros como si se tratase de un juego en el que sólo en sus lunares estaba a salvo. Y, en cierta a forma, así era. Sólo en ellos estaba segura, al igual que sólo en sus brazos se sentía de esa forma. Sin embargo, no sólo vino a ella este pensamiento. Vinieron otros más recientes, otros que le atravesaron el pecho y le golpearon el corazón. Otros que le obligaron a volver a la hierba, al frío de la noche, a la soledad más cruel y real que nunca.
Emprendió así el camino de vuelta a casa con la esperanza de encontrar en ella el cobijo que sentía entre tus brazos, pero rápidamente abandonó este deseo: sabía que era imposible. Continuó  inmersa en sus pensamientos cuando de pronto el destino apareció con una mueca en la puerta de su casa. Allí estaba él, triste como jamás lo había visto. Levantó la mirada al verla a lo lejos y empezó a correr hacia ella. La abrazó muy fuerte y, deslizando la mano por su pelo, le susurró al oído: “lo siento tanto…”. Pero eso ella ya lo había oído antes.
Volvieron entonces a su cabeza los problemas de siempre. La montaña rusa que era aquella relación, las peleas, los golpes ocasionales que eran cada vez más habituales, las disculpas aún más comunes, las promesas sin cumplir, las palabras que continuamente volaban según eran pronunciadas… “Perdóname mi vida-vuelve a susurrarle-jamás volveré a hacerte daño, eres lo más importante de mi vida […]de verdad que esto me ha dolido más a mí que a ti”. Él roza suavemente su amoratada mejilla y le besa en los labios. Y, por alguna estúpida razón, ella vuelve a creerle. Le ve arrepentido, cree que de verdad siente lo que dice. “Te perdono, pero por favor, no quiero que vuelva a pasar” le susurra ella entre sollozos. Él asiente y la abraza, y ella está segura en ese momento de que todo irá bien.

Pero de pronto, él le agarra por el brazo con brusquedad y le susurra en tono amenazante “espero que no se vuelva a repetir lo de salir de casa sin avisarme antes…” Y, al instante, sabe que nada ha cambiado.