Amar dejó de ser bello para mí hace ya mucho tiempo, tanto
que he comenzado a perder la cuenta. Pasó de hacerme volar a arrojarme al
vacio, de acariciar mi piel a ensañarse con ella, a fustigarla, a morderla y
arañarla. Pasó, en definitiva, de ser amor a dolor. Un declive inevitable, supongo.
Una de esas clausulas que vienen en letra pequeña en el contrato del amor. Si
quieres, duele. Si amas, sufres.
Una de las mayores impotencias que existe es amar a quien no
merece ser amado, a quien no ha hecho méritos para merecer tu corazón. A quien
simplemente te lo ha robado y encima luego lo ha pisoteado, rasgado y aplastado, reduciéndolo
a la más pequeña de las motas de polvo. Mi problema es sencillo: Esto no
siempre fue así. Hace tiempo, mucho tiempo, yo volé. Viví las caricias, ignoré la
letra pequeña, amé y fui amada… Pero todo cambió. Aún no estoy totalmente segura
de cómo llegó a suceder, pero sus sentimientos cambiaron. Dejé de reconocerle.
Dejé de ver el brillo en sus ojos azules, esa chispa de luz en su mirada que parecía
encenderse cada vez que su mano rozaba la mía… Todo aquello es historia, es
pasado, es esa mota de polvo que conservo en lo más hondo de mi ser.
Olvidar el amor no es posible, no se nos creó con tal
objetivo. Se nos creó para producir esa reacción química que es el amor,
complicada y adictiva, pero sobre todo destructiva. Sigo tachando los días,
sigo esperando a ese olvido que jamás llega, sigo mirando las estrellas en
busca de un destello como aquel, aunque jamás le encuentro. Y aún así, no hay
mañana en la que abra los ojos y no me pregunte: ¿cómo olvidar algo que se te
ha metido en la piel?
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