Los mismos ojos, los mismos labios. Las mismas caricias, las
mismas voces, las mismas palabras. Un contenido uniforme, un mensaje que no
varía, una misma sonrisa. Mismos lugares, situaciones parecidas, las dos mismas
personas de siempre. En otras palabras, la monotonía de la felicidad, que no tiene
nada en absoluto de monótona.
Despertarse cada día de la misma forma, y de distinta manera
a la vez. Tener la misma necesidad de ver a esa persona, de hacer lo mismo de
siempre para sentirte tan bien como siempre. Dejar que avance el día, feliz si
estás con ella, un poco menos feliz ni no has podido verla. Acostarte cada
noche con el mismo último pensamiento, con las mismas últimas palabras, con el
mismo último deseo en tu mente. Nada cambia día a día, todo se mantiene
constante, y eso es algo tan sano y feliz…
La felicidad que te proporciona la calidez de esa persona.
Alguien que mantiene a ralla todo lo malo, que te protege de ello, que consigue
evadirte del mundo si ese es tu deseo. Alguien que, en definitiva, consigue
hacerte vivir en un día a día de felicidad, de comodidad, y de amor… un amor
que es especial. Especial y diferente a todo lo primero, y al resto del mundo.
Un amor al que sí le está permitido cambiar, que aumenta, que día a día se hace más grande.
Un amor al que le faltan palabras para ser descrito, para ser expresado, para
ser comprendido. Un amor que solamente puede verse a través de esos ojos,
sentirse en esos labios y esas caricias, oírse en esas palabras susurradas por
esas mismas voces, expresarse en esas situaciones y vivirse en esa felicidad
que, aunque repetitiva y comprensible solo por los que la viven, es la mayor
felicidad que existe.