La poca luz que entra por la
rendija de las persianas se proyecta en la pared de una forma cada vez más tenue.
Qué apagado y lúgubre es el invierno, piensa Laura mientras da vueltas sobre su
cama. Es sábado, un sábado más que permanece en su casa, en su cama, frente a
su ordenador y acompañada de sus pensamientos. Siempre ha sido de esa forma.
Nunca ha tenido amigos, ni compañeros, ni nada que implique una relación afectiva
que sobrepase su grado de comodidad (por otra parte bastante reducido). Piensa
en ver una película, pero no le apetece. Piensa en escribir, su vía de escape,
pero no se encuentra inspirada para ello. Hoy no está inspirada para nada,
sentencia finalmente, y vuelve a dejarse caer sobre su cama con la mirada
ausente. Observa de nuevo las luces que se proyectan en la pared, cómo se
mueven y titubean con el paso de los coches y los peatones. De pronto un
recuerdo inunda su mente, y cientos de lágrimas inundan sus ojos.
Desde su más tierna infancia, Laura estuvo siempre sometida a una firme
autoridad: su madre. Nunca le dejó ir sola a jugar al parque con sus amigos del
colegio, ni le permitía ir a dormir a casa de ninguna amiga… Cada anochecer,
Laura iba con su madre a la terraza que tenían en el piso de arriba, y le
repetía día tras día: “Esto es lo más lejos de mí que te permito llegar, jamás
irás a ningún lugar sin mí. El mundo es muy peligroso Laura. Está lleno de
dolor, mentiras, engaños, traiciones, personas en las que podrías confiar y
jamás merecerían tu confianza… y no permitiré que te equivoques. Jamás lo
permitiré. Nunca saldrás de aquí sin mí. Nunca.” Después de repetir eso día
tras día durante 14 años, Laura perdió la confianza en el mundo, pero también
en sí misma.
Su madre nunca se dio cuenta de nada, estaba demasiado ocupada tratando
de proteger a su hija de un mundo que a la única persona que había hecho daño
había sido a ella misma. Quería remediar sus propios errores en la proyección
de sí misma que había creado, su pequeña Laura (que aunque se negaba a
admitirlo no era tan pequeña) y no se dio cuenta de que ese mismo intento fue
su mayor error… hasta que fue demasiado tarde.
Laura se arranca las lágrimas de
las mejillas, nunca se había sentido cómoda llorando, ni siquiera estando sola.
Estaba cansada de la vida, se sentía sin fuerzas. Estaba cansada de no tener
nada por lo que levantarse de aquella cama, cansada de pasarse horas mirando
las sombras de la pared imaginando vidas imaginarias que jamás podrá vivir.
Realmente, aunque su madre se lo permitiera, Laura ya no tiene fuerzas. Tiene
miedo del mundo. Tiene miedo de salir de su casa. Tiene miedo de que en el
exterior las sinuosas sombras de su pared se conviertan en hombres malvados, en
monstruos desconocidos… o en su propia madre. Es a ella a quien más teme,
porque es a quien más quiere.
Laura se levanta de la cama. Ni
siquiera se trata de una decisión propia, se trata de un impulso, uno de esos
que no le están permitidos. Baja las escaleras lentamente, con la mirada fija
en las sombras que se van proyectando a lo largo de la estancia y que parecen
seguirle a todos lados. Al bajar se da cuenta de que su madre no está, y con la
misma pasividad abre la puerta de su casa y observa detenidamente la calle
vacía. No ve sombras de ningún tipo, hay más luz de la que ella pensaba. Hay claridad,
esperanza al final de la calle, sueños esperándole a la vuelta de la esquina. Da
un paso decisivo fuera de su casa, con la mirada al frente, pero de pronto se
detiene. Laura comienza a temblar. Mira al final de la calle y ve sombras,
personas apoyadas en una esquina oscura que siente que están observándola.
Siente miedo, las piernas comienzan a temblarle con fuerza. Entra con rapidez
de nuevo en su casa y cierra la puerta con llave. No estaba preparada para dar
este paso… y sabe que ya jamás estará preparada.
Son las 10 de la noche de ese
mismo día. La noche se ha adueñado por completo del cielo y es la luna la única
que preside la noche, ninguna estrella la acompaña. Una madre soltera entra con
prisa a su casa, preocupada por su hija de 16 años. Ella nunca suele sola en
casa, y tiene miedo de que algo le haya pasado. Mientras se quita su abrigo en
la entrada, piensa en que la regañará si no está en la cama y en su lugar está
viendo una película o hablando con alguien por internet, algo inconcebible para
ella. “Laura, estoy en casa”, grita la mujer. Silencio. No hay respuesta. “Laura,
contéstame inmediatamente o habrá represalias”. Silencio de nuevo. La mujer
comienza a preocuparse de verdad, es muy raro que su hija no le conteste rápidamente.
Entra en la cocina, para comprobar si está cocinando y por ello no le oye, pero
también la cocina está en el más absoluto silencio. De pronto, pone atención a
la mesa central: hay una nota encima.
“Mamá… no puedo más. Sé que siempre has hecho las cosas por mi bien,
pero no puedo más con esta vida. No puedo seguir temiendo a las sombras que se
ciernen sobre mi cama, ni a la calle que está a unos pocos centímetros de
nuestro fuerte y de la cual lo desconozco prácticamente todo. Se acabó. Me
despido, jamás volveremos a vernos. He decidido emprender un largo viaje del
cual ignoro la meta, pero no creo que esta importe. Aunque no esté, siempre
estaré a tu lado, y aunque todo esto haya sido desafortunado… quiero decirte que
ha sido un placer para mí haber amado a una única persona en este mundo, aunque
como tú me decías haya sido también la única que me ha hecho daño: a ti. Hasta siempre,
te quiero.”
La mujer comienza a derramar sus
lágrimas sobre la nota. No lo entiende. No lo puede entender. No es capaz de
reaccionar. Pasan un par de minutos hasta que consigue moverse. Torpemente,
sube las escaleras lo más rápido que puede y abre la puerta de la habitación de
Laura. Está vacía, como ya esperaba. Abre el armario, y de pronto no entiende
nada. Está lleno de su ropa y su olor. Su habitación también sigue como
siempre, nada ha cambiado desde que la dejó esa misma mañana. Confundida,
decide salir al pasillo para llamar a la policía e intentar localizar a su
hija. Pero, en ese momento, lo entiende todo. Todo está claro, la nota de su
hija está clara.
Observa las sombras que bailan en
el pasillo gracias a la luz que se escapa de la puerta entreabierta del baño y que
parecen reírse de ella. Ella ya no tiene ganas de reír, ella jamás tendrá ganas
de nada. Su pequeña ya no está, ya no volverá. Las sombras que ella misma creó se
la han arrebatado.