martes, 24 de diciembre de 2013

(Feliz) Navidad

En estas fechas acostumbro a sentirme un poco desplazada. En primer lugar, porque la navidad no deja de ser una tradición cristiana que conmemora el nacimiento de una vida, y esto no me interesa en absoluto… Y, en segundo lugar, porque con el paso de los años me parece una fiesta vacía. Supongo que, cuando eres pequeño, las navidades aportan todo lo que uno podría desear: buena comida, muchos regalos y, sobre todo, toda la familia reunida. Sin embargo, cuando te vas haciendo mayor, las cosas cambian. En cada navidad, somos menos sentados a esa larga mesa llena de manjares. Algunos se van, bien porque lo deciden o bien porque no tienen más remedio que dejarnos… para siempre.
No me malinterpretéis, la navidad es una estupenda fecha para pasar con los que más quieres, disfrutar de su compañía y sus bromas… disfrutar de todo porque, en definitiva, no sabes que sucederá el año que viene.

Este año me siento como siempre, desplazada del resto, recibiendo decenas de “feliz navidad” que realmente no deseo contestar. Sin embargo lo hago. Lo hago porque no debo ser egoísta y sé lo que significa para el resto. Pero, en realidad, lo hago por mí, porque como he dicho antes “no sabes lo que sucederá el año que viene” y, aunque quizás me falten las ganas, trataré de disfrutar de los que están este año… antes de que decidan irse, o de que se vayan y me dejen para siempre.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Proyecciones peligrosas

La poca luz que entra por la rendija de las persianas se proyecta en la pared de una forma cada vez más tenue. Qué apagado y lúgubre es el invierno, piensa Laura mientras da vueltas sobre su cama. Es sábado, un sábado más que permanece en su casa, en su cama, frente a su ordenador y acompañada de sus pensamientos. Siempre ha sido de esa forma. Nunca ha tenido amigos, ni compañeros, ni nada que implique una relación afectiva que sobrepase su grado de comodidad (por otra parte bastante reducido). Piensa en ver una película, pero no le apetece. Piensa en escribir, su vía de escape, pero no se encuentra inspirada para ello. Hoy no está inspirada para nada, sentencia finalmente, y vuelve a dejarse caer sobre su cama con la mirada ausente. Observa de nuevo las luces que se proyectan en la pared, cómo se mueven y titubean con el paso de los coches y los peatones. De pronto un recuerdo inunda su mente, y cientos de lágrimas inundan sus ojos.
Desde su más tierna infancia, Laura estuvo siempre sometida a una firme autoridad: su madre. Nunca le dejó ir sola a jugar al parque con sus amigos del colegio, ni le permitía ir a dormir a casa de ninguna amiga… Cada anochecer, Laura iba con su madre a la terraza que tenían en el piso de arriba, y le repetía día tras día: “Esto es lo más lejos de mí que te permito llegar, jamás irás a ningún lugar sin mí. El mundo es muy peligroso Laura. Está lleno de dolor, mentiras, engaños, traiciones, personas en las que podrías confiar y jamás merecerían tu confianza… y no permitiré que te equivoques. Jamás lo permitiré. Nunca saldrás de aquí sin mí. Nunca.” Después de repetir eso día tras día durante 14 años, Laura perdió la confianza en el mundo, pero también en sí misma.
Su madre nunca se dio cuenta de nada, estaba demasiado ocupada tratando de proteger a su hija de un mundo que a la única persona que había hecho daño había sido a ella misma. Quería remediar sus propios errores en la proyección de sí misma que había creado, su pequeña Laura (que aunque se negaba a admitirlo no era tan pequeña) y no se dio cuenta de que ese mismo intento fue su mayor error… hasta que fue demasiado tarde.
Laura se arranca las lágrimas de las mejillas, nunca se había sentido cómoda llorando, ni siquiera estando sola. Estaba cansada de la vida, se sentía sin fuerzas. Estaba cansada de no tener nada por lo que levantarse de aquella cama, cansada de pasarse horas mirando las sombras de la pared imaginando vidas imaginarias que jamás podrá vivir. Realmente, aunque su madre se lo permitiera, Laura ya no tiene fuerzas. Tiene miedo del mundo. Tiene miedo de salir de su casa. Tiene miedo de que en el exterior las sinuosas sombras de su pared se conviertan en hombres malvados, en monstruos desconocidos… o en su propia madre. Es a ella a quien más teme, porque es a quien más quiere.
Laura se levanta de la cama. Ni siquiera se trata de una decisión propia, se trata de un impulso, uno de esos que no le están permitidos. Baja las escaleras lentamente, con la mirada fija en las sombras que se van proyectando a lo largo de la estancia y que parecen seguirle a todos lados. Al bajar se da cuenta de que su madre no está, y con la misma pasividad abre la puerta de su casa y observa detenidamente la calle vacía. No ve sombras de ningún tipo, hay más luz de la que ella pensaba. Hay claridad, esperanza al final de la calle, sueños esperándole a la vuelta de la esquina. Da un paso decisivo fuera de su casa, con la mirada al frente, pero de pronto se detiene. Laura comienza a temblar. Mira al final de la calle y ve sombras, personas apoyadas en una esquina oscura que siente que están observándola. Siente miedo, las piernas comienzan a temblarle con fuerza. Entra con rapidez de nuevo en su casa y cierra la puerta con llave. No estaba preparada para dar este paso… y sabe que ya jamás estará preparada.


Son las 10 de la noche de ese mismo día. La noche se ha adueñado por completo del cielo y es la luna la única que preside la noche, ninguna estrella la acompaña. Una madre soltera entra con prisa a su casa, preocupada por su hija de 16 años. Ella nunca suele sola en casa, y tiene miedo de que algo le haya pasado. Mientras se quita su abrigo en la entrada, piensa en que la regañará si no está en la cama y en su lugar está viendo una película o hablando con alguien por internet, algo inconcebible para ella. “Laura, estoy en casa”, grita la mujer. Silencio. No hay respuesta. “Laura, contéstame inmediatamente o habrá represalias”. Silencio de nuevo. La mujer comienza a preocuparse de verdad, es muy raro que su hija no le conteste rápidamente. Entra en la cocina, para comprobar si está cocinando y por ello no le oye, pero también la cocina está en el más absoluto silencio. De pronto, pone atención a la mesa central: hay una nota encima.
“Mamá… no puedo más. Sé que siempre has hecho las cosas por mi bien, pero no puedo más con esta vida. No puedo seguir temiendo a las sombras que se ciernen sobre mi cama, ni a la calle que está a unos pocos centímetros de nuestro fuerte y de la cual lo desconozco prácticamente todo. Se acabó. Me despido, jamás volveremos a vernos. He decidido emprender un largo viaje del cual ignoro la meta, pero no creo que esta importe. Aunque no esté, siempre estaré a tu lado, y aunque todo esto haya sido desafortunado… quiero decirte que ha sido un placer para mí haber amado a una única persona en este mundo, aunque como tú me decías haya sido también la única que me ha hecho daño: a ti. Hasta siempre, te quiero.”
La mujer comienza a derramar sus lágrimas sobre la nota. No lo entiende. No lo puede entender. No es capaz de reaccionar. Pasan un par de minutos hasta que consigue moverse. Torpemente, sube las escaleras lo más rápido que puede y abre la puerta de la habitación de Laura. Está vacía, como ya esperaba. Abre el armario, y de pronto no entiende nada. Está lleno de su ropa y su olor. Su habitación también sigue como siempre, nada ha cambiado desde que la dejó esa misma mañana. Confundida, decide salir al pasillo para llamar a la policía e intentar localizar a su hija. Pero, en ese momento, lo entiende todo. Todo está claro, la nota de su hija está clara.

Observa las sombras que bailan en el pasillo gracias a la luz que se escapa de la puerta entreabierta del baño y que parecen reírse de ella. Ella ya no tiene ganas de reír, ella jamás tendrá ganas de nada. Su pequeña ya no está, ya no volverá. Las sombras que ella misma creó se la han arrebatado.  

martes, 24 de septiembre de 2013

Obstáculos

La vida es complicada, no creo que nadie se atreva a afirmar lo contrario. La vida nos pone obstáculos, pruebas que nos sirven para estar preparados frente a acontecimientos futuros. Tanto es así que, para algunos, la vida se basa en esto mismo: una simple carrera llena de obstáculos que han de superarse para llegar al final… Sin embargo, siempre me he preguntado, ¿qué esperan estas personas encontrar al final? En mi opinión, aquellos que sólo saltan estos obstáculos llegan a su muerte sin haber saboreado la vida.
La vida. La vida es simplemente excepcional y, como suele decirse, sólo se vive una vez. Y es cierto, sólo hay un camino, sólo hay una meta, pero sin embargo cada uno elige qué obstáculos quiere superar o no por dicho camino. Es precisamente ahí dónde una persona es dueña de su vida, de su futuro, de las cosas que le ocurren. Yo nunca he creído en el destino, sino que considero que somos nosotros mismos quienes consciente o inconscientemente lo forzamos.
Seguramente, uno de los obstáculos que la mayoría de los mortales tenemos en común es el amor. Este tiene algo muy peculiar y gracioso pues no sólo lo pasamos una vez, sino que (y a pesar del dolor) nos empeñamos en saltarlo varias veces hasta que decidimos detenernos. Y no nos detenemos porque haya llegado nuestra meta, sino porque decidimos llegar a esta misma con algo entre los brazos. Algo que puede hacernos daño, que puede frenar incluso nuestro ritmo… pero que, sin embargo, nos hace felices.
Cada uno busca en su vida ese obstáculo que se convierta de pronto en felicidad, y que no ha de ser obligatoriamente el amor. ¿Cómo saber que lo has encontrado? Simplemente lo sabes. Lo sabes porque te sientes cómodo, feliz, ligero y lleno de vida. Lo sabes porque, en caso del amor, ves en sus ojos todo lo que necesitas ver. Pero, sobre todo, lo sabes porque serías capaz de perdonar cualquier cosa con tal de conservarlo. Y este es precisamente el gran problema de este obstáculo especial: cuando llega, lo llena todo de una luz espectacular que nos ciega y a través de la cual hemos de ser capaces de ver. Hemos de impedir que nos controle pero, sobre todo, hemos de impedir que nos engañe.
Hay muchos obstáculos engañosos en el camino de la vida, y solamente uno que es capaz de hacernos felices. Encontrarlo y no dejarnos engañar es nuestro trabajo y decisión pero, sin embargo, hay algo mucho más importante: En ese camino que es la vida sólo puedes estar seguro de una cosa, algo que no debes olvidar nunca y que, por muchos obstáculos que superes, siempre estará a tu lado. Ese algo eres tú mismo, la persona que emprendió el camino y que llegará hasta el final, y por encima de cualquier cosa has de creer en ti, en tus virtudes y en tu fuerza. Conócete a ti mismo, tal como siempre decía Sócrates, y verás como al final del camino, en esa meta antes mencionada, no encontrarás a tu amor, ni a tu trabajo, ni a cualquier otra cosa material.

Te encontrarás a ti mismo, y esa será la mayor lección y el mayor obstáculo que conseguirás superar nunca.


martes, 30 de julio de 2013

Golpes sin remedio y lágrimas con consuelo


Hacía mucho que no salía a correr, pero aquel día realmente necesitaba hacerlo. Necesitaba despejar su mente, sentir como el viento se ponía en su contra sin lograr vencerla… Corrió sin descanso, sin detenerse ni un instante: tenía miedo de parar y encontrarse con sus pensamientos.
Pronto anocheció del todo, y el despejado cielo nocturno se cernió sobre ella permitiéndole contemplar las estrellas. Por fin decidió descansar, tumbarse en la hierba y mirarlas con detenimiento. No pretendía identificar ninguna (la astronomía nunca fue lo suyo), sino que simplemente se limitó a observar… como si estuviese esperando algo. Esperó con la cabeza perdida entre las nubes y las constelaciones, esperó incluso contando todos los puntos que el cielo le ofrecía… y, de pronto, entendió el por qué de su interés. Entendió que aquel cielo estrellado le recordaba a sus lunares, y en ese momento se perdió entre sus recuerdos. Se vio  besando cada uno de aquellos lunares color caramelo, se vio caminando con sus dedos índice y corazón de unos a otros como si se tratase de un juego en el que sólo en sus lunares estaba a salvo. Y, en cierta a forma, así era. Sólo en ellos estaba segura, al igual que sólo en sus brazos se sentía de esa forma. Sin embargo, no sólo vino a ella este pensamiento. Vinieron otros más recientes, otros que le atravesaron el pecho y le golpearon el corazón. Otros que le obligaron a volver a la hierba, al frío de la noche, a la soledad más cruel y real que nunca.
Emprendió así el camino de vuelta a casa con la esperanza de encontrar en ella el cobijo que sentía entre tus brazos, pero rápidamente abandonó este deseo: sabía que era imposible. Continuó  inmersa en sus pensamientos cuando de pronto el destino apareció con una mueca en la puerta de su casa. Allí estaba él, triste como jamás lo había visto. Levantó la mirada al verla a lo lejos y empezó a correr hacia ella. La abrazó muy fuerte y, deslizando la mano por su pelo, le susurró al oído: “lo siento tanto…”. Pero eso ella ya lo había oído antes.
Volvieron entonces a su cabeza los problemas de siempre. La montaña rusa que era aquella relación, las peleas, los golpes ocasionales que eran cada vez más habituales, las disculpas aún más comunes, las promesas sin cumplir, las palabras que continuamente volaban según eran pronunciadas… “Perdóname mi vida-vuelve a susurrarle-jamás volveré a hacerte daño, eres lo más importante de mi vida […]de verdad que esto me ha dolido más a mí que a ti”. Él roza suavemente su amoratada mejilla y le besa en los labios. Y, por alguna estúpida razón, ella vuelve a creerle. Le ve arrepentido, cree que de verdad siente lo que dice. “Te perdono, pero por favor, no quiero que vuelva a pasar” le susurra ella entre sollozos. Él asiente y la abraza, y ella está segura en ese momento de que todo irá bien.

Pero de pronto, él le agarra por el brazo con brusquedad y le susurra en tono amenazante “espero que no se vuelva a repetir lo de salir de casa sin avisarme antes…” Y, al instante, sabe que nada ha cambiado.

jueves, 20 de junio de 2013

Res cogitans/res extensa

Pongamos que existe el alma. Pongamos que, en algún lugar de nuestro cuerpo, existe una sustancia que no somos capaces de ver, ni de percibir, ni de intuir… pero que sin embargo está ahí y juega un papel muy importante dentro de nosotros. Pongamos que dentro de esa sustancia se almacenan todos nuestros recuerdos, nuestras experiencias, nuestras aventuras, nuestros errores y nuestras heridas. Pongamos que el alma, esa sustancia extraña, es nuestro auténtico ser.


Hace varios años tuve un amigo, un amigo muy especial. Lo adoraba. Siempre tenía las palabras adecuadas para cada momento. Era una de esas personas sumamente inteligentes, que sin embargo no lograba encajar con acierto en esta vida. En realidad, supongo que le pasaba como nos pasa a todos. No encontraba su lugar, su espacio secreto, su rincón en el que sentirse cómodo en este mundo que no hace más que dar vueltas.
El diagnóstico de su enfermedad fue pocos meses antes de la tragedia. Tragedia para mí, por otro lado, pues él jamás tuvo ningún miedo a la muerte. Cuando me enteré de esta, mi mundo dio una de esas vueltas que marea, una de esas que mi querido amigo no soportaba. Mi centro se había evaporado. Mi maestro, el dueño de los consejos que me habían guiado a lo largo de mis 28 años había desaparecido… y yo me había quedado sola, desamparada, únicamente acompañada por sus enseñanzas.
Recuerdo perfectamente como hablábamos sobre la vida, pero especialmente sobre nosotros. Recuerdo como escuchaba fascinado las historias acerca de mi familia, una familia acomodada que podía permitirse lujos y que viajaba todos los años a lugares lejanos y exóticos. Recuerdo como me hacía preguntas extravagantes, propias de él, sobre los lugares a los que íbamos: el olor, el color del cielo en aquella época, la amabilidad de los nativos… Y también recuerdo cómo lo escuchaba yo a él con mayor fascinación, si cabe.
Su familia siempre tuvo problemas económicos y llegaron a sufrir, cuando él era pequeño, periodos de verdadero hambre. Sin embargo, él apenas me hablaba de esto, sino que siempre me contaba que ellos mismos se había inventado un juego con los azulejos del pasillo, que se reunían en familia cada domingo y que todos se apoyaban mutuamente y conocían sus secretos. La historia que más recuerdo fue la que menos se detuvo en relatar: cada noche, su madre le leía un cuento y le daba un beso de buenas noches.
Yo le envidiaba, mucho más de lo que envidié nunca a nadie. Es cierto que él había pasado mucha hambre o que quizás no tuvo regalos cada navidad, pero tuvo algo que yo jamás tuve: amor. Es por eso que siempre le consideraré alguien muy importante, porque me enseñó la lección de mi vida: el amor es lo más importante de todo.
Ya han pasado muchos años desde que mi querido compañero de viaje y amigo murió, murió y me dejó sola, sólo acompañada por sus historias, sus enseñanzas, su sonrisa… y de este precioso niño que sostengo ahora mismo entre mis brazos. Ese niño que se parece cada día más a su padre,  que será tan perspicaz como él, que tiene ya unos ojos tan bonitos como los suyos… Cada noche, en vez de leerle una historia de hadas, le cuento la lección tan valiosa que aprendí de su padre:

Aun recuerdo aquella noche, sentados en las escaleras de mi porche, cuando tu padre me dijo aquellas palabras que marcaron mi vida para siempre: “El alma es el amor, querida. Es el motor del universo, pero es también el motor de nuestro cuerpo. Es lo que somos, por lo que existimos… y es por eso por lo que no somos nada sin él”. Por ello, mi vida,  tú tendrás el alma más inmensa de todas. Un alma que rebosa amor, el amor de una madre que te quiere con todo su corazón… y de un padre que fue el hombre más maravilloso de todos, y que me permitió convertir mi propia alma en algo nuevo, en algo de los dos. En un precioso niño de ojos verdes. 


miércoles, 5 de junio de 2013

Catarsis

Siempre he creído que uno no debe forzarse a escribir, que la inspiración llega de manera espontánea, sin previo aviso. En mi opinión, la inspiración es como la primavera: tarda un año entero en llegar, pero cuando lo hace lo llena todo de una luz espectacular y mágica, una luz que invita a los pétalos a cambiar de color  y a las personas a ser felices. A pesar de esto, hoy necesito obligarme a escribir y a buscar la inspiración, a sacarla de su recóndito escondite. Por qué, os preguntaréis, o quizás no. 
Siempre he utilizado la escritura como una catarsis, como una limpieza de mi cuerpo y mi alma (si creyese en ella) pero, sobre todo, de mi mente. Soy una persona con una mente difícil, una persona bastante difícil de entender. A veces tengo la extraña sensación de que mi cabeza no funciona como el resto, de que, a diferencia de los demás, los pasillos de mi cerebro son largos, angostos y retorcidos, y que se mezclan unos con otros provocando que ni yo misma me entienda en muchas ocasiones. Sin embargo, no es este el tema que me ocupa ahora mismo, y es seguramente un asunto que todos os habéis planteado en alguna ocasión.
En algún lugar de esos pasillos retorcidos y ese entramado de caminos que no llega a ninguna parte, hay una sala donde tengo mis ideas ordenadas y etiquetadas. Esa sala está cerrada con llave, custodiada por el laberinto que es mi cerebro, y sólo acudo a ella en ocasiones realmente importantes. Sin embargo, recientemente una idea se ha fugado de esa cárcel de alta seguridad, y ahora mismo está descontrolada. Se trata de una idea tan peligrosa como básica. Una idea que bajo control es absolutamente inofensiva, pero que en libertad puede ser mortal.
La soledad es, en mi opinión, la sensación más desesperada de todas. Es ese agujero en el estómago que lo perfora y lo atraviesa sin detenerse hasta cumplir su objetivo. Es rutina, repetir lo mismo día a día sin nadie en quien apoyarte cuando te tropiezas. Posiblemente, lo peor de la soledad no sea siquiera la propia sensación, sino los efectos que acarrea: Apatía, tristeza, cambios de humor... Y, aún peor, sentirse "solo" pero no estarlo realmente.
Son sensaciones que todos hemos experimentado en algún momento, pasajeras, estacionarias, al igual que la inspiración y la primavera. Al principio de este texto expliqué que me había obligado a buscar la inspiración, pero finalmente creo que no la he encontrado. Una vez más, se ha burlado de mí haciéndome creer que esta noche se dejaría ver... y aquí estoy, divagando en busca de un final adecuado para estas líneas.
No puedo decir que el camino haya sido fácil, ni que por fin haya terminado, ni que "al menos sólo queda lo más fácil", algo que no me canso de oír últimamente. Lo único que puedo asegurar es que queda poco. Que el reloj va más deprisa que nunca y la hora se acerca apresuradamente. Puedo decir que todo está a punto de acabar y de empezar, de terminar y comenzar, de salir bien o salir mal... y que  espero que mi inspiración se esté reservando también en esa habitación de mi mente, esperando el momento adecuado para salir y darme lo que tanto necesito: la libertad.

lunes, 22 de abril de 2013

Plenilunio


Hacía varios días que no podía dormir. Varios días en los que el sueño me abandonaba cada noche y me dejaba a merced de mis pensamientos, de mis preocupaciones. Varios días en los que mis pesadillas, cuando tenía la suerte de dormir unas horas, se repetían una y otra vez. Unas pesadillas que siempre se repetían, con el mismo contenido y final, con la misma sensación que me hacía despertarme de madrugada con las lágrimas inundando mis ojos.
Fueron unos días duros. Unos días en los que cualquier pequeño detalle, por insignificante que fuese, me afectaba enormemente. Fueron unos días de sobrevivir, no de vivir. Unos días de caminar por el sendero del día a día con más coraje que esperanza, con más valentía que energía, con más tristeza que alegría… Y un día decidí que debía sobreponerme a todo aquello. Entendí que mis sueños estaban ahí por algo, que no se alejarían de mis noches sin que yo luchase. Y así lo hice.
Aquella noche fue una noche curiosa, una noche en la que sin preverlo todo cambió. Fue una noche lluviosa, en la que sin embargo una gran luna llena asomaba entre las oscuras nubes. En mi opinión, aquel cielo era una premonición de lo que iba a ocurrir a continuación: una revelación. Aquella noche, como todas las noches, una pesadilla me hizo despertar bañada en sudor y lágrimas. No  recordaba mi sueño, pero sabía de qué trataba... era la misma sensación de siempre. Me acurruqué en la cama para tranquilizarme y esperar al sueño, un sueño que no llegó a capturarme. Tras una nube de pensamientos fugaces y una plegaria no escuchada por Morfeo decidí hacer algo, dando por hecho que no dormiría en toda la noche… y decidí escribir.
Como siempre, antes de escribir, pensé en algo reciente digno de ser relatado, y me sorprendí a mi misma llegando a la conclusión de que “no había nada sobre lo que escribir”. Rápidamente me corregí, ese pensamiento era imperdonable. Siempre tendría algo sobre lo que escribir mientras existiese lo que siempre me ha inspirado... e inspirará.
Abrí el cajón inferior de mi mesita de noche y saqué una pequeña carta, una que a pesar del tiempo continúa doblada de la misma forma, una forma muy especial. La desdoble y lentamente comencé a leerla. Mientras mis labios iban gesticulando las palabras, mis lágrimas iniciaban su viaje hacia ellos, hacía mi barbilla, hacia mi cuello… ¿Cómo podía haber olvidado esto? Me había concentrado demasiado en la oscuridad de mis noches, en la lluvia, en las nubes oscuras que se empeñan en tapar nuestra luna… y te había olvidado a ti. A ti, que siempre me hiciste sonreír. A ti, que estabas en mis noches oscuras y en mis días llenos de luz. A ti, que te echaba tanto de menos. A ti y a tus caricias, tus besos, tus abrazos…
Me levanté precipitadamente, no quería pensar lo que estaba a punto de hacer. Cogí mi móvil, y al hacerlo encontré una sorpresa aún mayor:
-Echo de menos tu sonrisa.-
Se acabó, lo sabía. Se había acabado todo. Sabía que al enviar lo que estaba escribiendo dormiría, que no volvería a tener ningún problema para hacerlo. Que no volvería a despertar de madrugada entre pesadillas y lágrimas. Lo sabía, porque en su lugar él estaría protegiéndome de ellos.
-Te echo de menos en mis sueños… pero no será así nunca más.-

sábado, 23 de febrero de 2013

24/7


Últimamente los días pasan lento. Los segundos parecen minutos, los minutos horas, las horas semanas que no acaban nunca… En mi cabeza se prepara una tormenta, una que está a punto de descargar toda su furia y crueldad. Una que haré frente sin casa, sin lugar donde refugiarme, sin paraguas, sin siquiera un abrigo… una tormenta a la que haré frente desnuda, y con una única y segura compañía.
La tormenta ya tiene fecha, ya tiene hora de inicio y hora de finalización. No es una tormenta inesperada, sino prevista y predecible, pero aún así inevitable. Por ahora me enfrento poco a poco a la lluvia que la precede. Lucho cada uno de esos segundos contra ella, sin ninguna ayuda, sin ninguna garantía de poder llegar a contemplar la belleza y furia de los rayos. Aún así sigo avanzando, nada podrá detenerme. Aunque la lluvia empape mi cuerpo, aunque el frío consuma mis huesos, aunque el viento me dificulte continuar… yo lo hago, y lo haré. Sin aminorar el paso, sin detenerme, sin descanso, sin dudar. La tormenta lo merece.
Cuando llegue, los rayos serán jugárselo todo a una carta. Serán nervios, decisiones, un enfrentamiento cuerpo a cuerpo y un profundo desafío para mi más fiel compañera. Será duro, será difícil, será doloroso… pero será rápido, tanto que no parecerá nada comparado a la lluvia que he tenido que enfrentar.
Vendrán entonces las recompensas, o las decepciones. Vendrá la alegría o la tristeza, las lágrimas de quién sabe qué tipo, los abrazos con diferentes propósitos, el orgullo o la decepción… vendrá el futuro, vestido con un traje aún desconocido.
Queda mucho tiempo aún, o quizás poco. Queda seguir luchando contra la lluvia y el viento, contra viento y marea, contra cualquier ola que pretenda echarme abajo. Queda seguir adelante contra esa barrera que me separa del futuro, esa barrera que parezco ser yo misma.

lunes, 28 de enero de 2013

Capítulo 11



Los mismos ojos, los mismos labios. Las mismas caricias, las mismas voces, las mismas palabras. Un contenido uniforme, un mensaje que no varía, una misma sonrisa. Mismos lugares, situaciones parecidas, las dos mismas personas de siempre. En otras palabras, la monotonía de la felicidad, que no tiene nada en absoluto de monótona.
Despertarse cada día de la misma forma, y de distinta manera a la vez. Tener la misma necesidad de ver a esa persona, de hacer lo mismo de siempre para sentirte tan bien como siempre. Dejar que avance el día, feliz si estás con ella, un poco menos feliz ni no has podido verla. Acostarte cada noche con el mismo último pensamiento, con las mismas últimas palabras, con el mismo último deseo en tu mente. Nada cambia día a día, todo se mantiene constante, y eso es algo tan sano y feliz…
La felicidad que te proporciona la calidez de esa persona. Alguien que mantiene a ralla todo lo malo, que te protege de ello, que consigue evadirte del mundo si ese es tu deseo. Alguien que, en definitiva, consigue hacerte vivir en un día a día de felicidad, de comodidad, y de amor… un amor que es especial. Especial y diferente a todo lo primero, y al resto del mundo. Un amor al que sí le está permitido cambiar,  que aumenta, que día a día se hace más grande. Un amor al que le faltan palabras para ser descrito, para ser expresado, para ser comprendido. Un amor que solamente puede verse a través de esos ojos, sentirse en esos labios y esas caricias, oírse en esas palabras susurradas por esas mismas voces, expresarse en esas situaciones y vivirse en esa felicidad que, aunque repetitiva y comprensible solo por los que la viven, es la mayor felicidad que existe.